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El Último Esfuerzo - Parte 1
Ríos de sangre llena de verde bilis, en las riberas, un guerrero de armadura, arranca una flor del suelo.

-Azul verónica de los padros, cuántas veces te contemplé, pero hasta aquí hemos llegado.- Dice mientras reanuda su marcha, cascadas de agua brotan de su visera por una tierra que nunca volverá a florecer.

El guerrero ajusta la flor a su tocado de plumas, sobre su viejo sallet. Revisa, tras un esquelético crujido de cuello, que no le falta nada y, efectivamente, ahí está su espada, lo único que queda ahora en esta tierra desolada.

Mientras cruza valles de cenizas, sortea los fosos de las profundas minas, y se cubre de la lluvia, no puede evitar recordar cómo, cómo era todo esto antes, pues alguna vez al sol negro se le eclipsó.

Recuerda un concejo, alejado de todo, en medio de la nada,
envuelto en sus misterios y su niebla onírica,
y en su calma.
Un pequeño pueblo habitado, de casas de piedra, pizarra, y madera, con líquen creciendo por sus tablas, con enredaderas.

Fué hace miles de años,
cuando jugaba por las calles de grava y tierra,
cuando jugaba fantasías,
entonces, los niños aún no habían perdido el oído ni la vista,
como mucho; se perdían en la paja del granero.

-Cómo me gustaría ser un caballero, ser un aventurero y un guerrero, explorar los bosques y las verdes praderas, ser actor en todas las obras y conocer al rapsoda de todas las tragedias.

-Tu alma al suelo, hijo, la vida no son cuentos.
Has de trabajar, como todos, para poder vivir; sí, hay que trabajar, atar tu alma al suelo. En eso consiste la fuerza de un guerrero; en resignarse al destino fiero, poner los pies en esta tierra, ajustarse el abrigo, y seguir adelante.

La nostalgia le invadió, por su familia, y por cómo a su padre nunca le hizo caso. Añoró la sensación del frío rozando con el calor de su abrigo, ya no hacían falta, hacía tanto que no hacían falta, el fuego de la ambición en su macabro amor todo lo había quemado.

-¡Pero yo quiero ser un guerrero!, me da igual si me muero.

...

-Quizás tengas razón, y sea solo un cuento... un cuento de niños... Ahora entiendo... El verde bosque, las aguas cristalinas, el cielo azul y las cumbres blancas, son solo cuentos; infantiles cuentos de ingenuos niños.

Conteniendo lágrimas de resentimiento -Así es hijo, así es... Mañana, iré a la ciudad, sabes que han empezado todos a vender lo que yace bajo el suelo, bajo la piedra, y naturalmente, no podemos ser menos.

Mientras su padre marchaba a la ciudad, de curiosidad, bajó a la mina: El pozo de nieve gris que vió ennegrecería todos sus días, aquella podredumble roja de la tierra...
miedo, daba miedo verla...

Antes de que volviese su padre, de curiosidad, se adentró en la mina: Allí no había vida, y sus campesinos de mármol y velas se hacían. Pero, lo peor allí arriba;

en un parpadeo, todo había cambiado,
las cabañas se hicieron torres grandes
los bosques, pequeños parques,
los caminos de negra piedra
y la justicia estaba entre rejas;

sus amigos, ya no jugaban en la plaza,
golpeaban metal y plástico como máquinas;
se jactaban de un genocidio, se enorgullecían de ser estaño en la espada de bronce.

Salió corriendo,
hacia las montañas,
arriba y arriba;
en donde la nieve ya se marchaba;

antes de que de la ciudad volviese su padre,
tras un traspiés perdido
atrapado en el olvido murió de hambre.

Descansó su cuerpo insomne en las cumbres,
vió;
a su padre volver de la ciudad
a un lugar al que no pudo llamar ya hogar,
lo vio quitarse la vida por tal desgracia ante su madre,
y a esta la vió apagarse en el vacío.

Y allí seguió mirando;
hasta que un día,
con una espada
y una armadura,
de cuento de hadas,
se levantó;

y emprendió su marcha.

© León de León