...

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Eterna musa; Eterno abismo
En la penumbra de esta noche infinita,
mis dedos recorren el papel como sombras errantes,
dibujando en cada trazo el eco de tu nombre,
ese nombre que resuena como un lamento
en las profundidades de mi alma desierta.

Te escribo una vez más,
no por costumbre, sino por la necesidad insaciable
de llenar este vacío que dejaste en mi pecho,
un abismo en el que caigo sin tregua,
mientras los recuerdos de tu risa se entrelazan
con la agonía de saberte lejana.

Te extraño con una intensidad
que solo los condenados comprenden,
como un condenado añora la luz
en el pozo más oscuro de su existencia.
Te extraño, niña de mis sueños,
aquella que lleva en sus labios
la risa de mil soles,
una risa que ahora es tormento
en este corazón que solo desea
el consuelo de tu presencia.

Eres mi eterna musa,
la que con su presencia me llena de versos,
la que con su ausencia me ahoga en silencios.
Y aunque me has herido con la crueldad
de mil espinas en la carne,
aquí sigo, poeta enamorado,
suplicando por la dulzura de tu veneno,
por la gracia de tus manos que me destruyen.

Pídeme, niña mía,
que me arrodille ante tu sombra,
que me rinda ante el filo de tus palabras,
y te daré mi alma con la devoción
de quien entrega todo al amor,
aunque ese amor lo consuma.

Destrúyeme, desgarra mi esencia,
que mis últimos suspiros sean los versos
que dedico a tu nombre,
que mi final sea enredado en tus dedos,
en esa fragilidad que se convierte en fuerza
cuando me llevas al límite de la vida misma.

Que más poético no puede ser,
que el final de este poeta
sea en las manos de quien lo inspiró a vivir,
de quien le enseñó a amar con furia,
de quien lo arrastró a la locura
y lo dejó caer en la eternidad del olvido.

En ti, niña de mi alma,
encuentro tanto mi vida como mi muerte,
y en cada palabra que te escribo,
sello mi destino con la tinta
que sangra de mi corazón roto,
esperando que, al final,
nuestros nombres se unan
en la eternidad de este poema.