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Iaku, El Hijo de la Selva (II)
Capítulo 2: El Regreso a la Desolación

Iaku y Wirakoa descendían de la montaña sagrada, sus corazones henchidos de paz y sabiduría. La experiencia en la cima había transformado a Iaku, abriendo su mente a una nueva comprensión del mundo y su lugar en él. Sin embargo, una sombra de inquietud nublaba su espíritu. Un presentimiento funesto lo atormentaba, como si una fuerza oscura acechara en su hogar.

Al llegar a las afueras de la aldea, Iaku fue recibido por un silencio sepulcral. La espesura de la selva parecía contener la respiración, expectante ante la tragedia que se avecinaba. A medida que se adentraban en el poblado, un panorama desolador se desplegó ante sus ojos. Las casas, otrora vibrantes de vida, se erguían como esqueletos carbonizados, sus techos humeantes y sus paredes ennegrecidas.

Un hedor a muerte impregnaba el aire, mezclándose con el llanto desgarrador de los sobrevivientes. Cuerpos yacían dispersos por el suelo, víctimas de la brutal masacre perpetrada por los bandidos al servicio de la Industria Maderera. La furia y la desesperación se apoderaron de Iaku al ver la devastación que había azotado a su pueblo.

Los sobrevivientes, con sus rostros marcados por el dolor y el terror, narraron el ataque con voces temblorosas. Los bandidos, armados hasta los dientes y sedientos de riquezas, habían irrumpido en la aldea durante la noche, sembrando el caos y la muerte. No habían mostrado piedad ni compasión, aniquilando a hombres, mujeres y niños sin distinción.

El silencio de la aldea solo era roto por los sollozos desgarradores de los sobrevivientes. Sus rostros, marcados por el dolor y el terror, reflejaban la crueldad del ataque que habían presenciado. Iaku y Wirakoa se sentaron junto a ellos, ofreciendo consuelo y escuchando con atención sus relatos.

Anahu, una anciana de la tribu, relató con voz temblorosa la llegada de los bandidos. "Eran como sombras en la noche", susurró, "aparecieron de repente, con sus armas relucientes y sus ojos llenos de codicia. No nos dieron tiempo para reaccionar. Gritaban y disparaban, sin importar si éramos hombres, mujeres o niños".

Un joven guerrero llamado Tecuani apretó los puños con impotencia. "Luchamos con valentía", exclamó, "pero eran muchos y demasiado fuertes. Nos superaron en número y en armas. Vi caer a mis hermanos, a mis hermanas, a mis padres... no puedo soportar el recuerdo".

Las lágrimas corrían por las mejillas de una niña llamada Iyari. "Mamá me protegió", dijo entre sollozos, "me escondió debajo de la cama y me dijo que no mirara. Escuché los gritos, los disparos, el rugido del fuego... pero no la vi morir".

Wirakoa colocó una mano sobre el hombro de Iyari. "Tu madre te salvó la vida", le dijo con voz suave, "su amor y su valentía te protegieron de la oscuridad".

Iaku apretó los dientes con furia. "No permitiré que esto quede impune", juró, "estos bandidos pagarán por lo que han hecho. La sangre de mi gente no se derramará en vano".

Los sobrevivientes asintieron con la cabeza, uniéndose a su juramento. "Lucharemos contigo, Iaku", dijo Tecuani, "juntos defenderemos nuestra tierra y honraremos la memoria de nuestros caídos".

Ante las tumbas de sus seres queridos, Iaku juró que la sangre de su gente no sería derramada en vano. La codicia y la ambición de la Industria Maderera no quedarían impunes.

Sin embargo, Iaku sabía que la verdadera justicia solo se alcanzaría protegiendo la selva y enfrentando a los responsables de la tragedia. Con la ayuda de los sobrevivientes y el apoyo de Wirakoa, Iaku reuniría un grupo de guerreros dispuestos a defender su hogar y luchar por su futuro.

Wirakoa, con su rostro curtido por el tiempo y sus ojos que reflejaban la sabiduría de la selva, se sentó junto a Iaku en el centro de la aldea devastada. La tragedia había marcado a su pueblo, pero en la mirada de Iaku ardía una llama de determinación. Wirakoa sabía que era el momento de guiar a su joven guerrero hacia la victoria.

"La venganza no es el camino, Iaku", dijo Wirakoa con voz profunda y resonante. "La verdadera justicia se alcanza protegiendo lo que amamos y enfrentando a los responsables de la destrucción".

Iaku asintió con la cabeza, absorbiendo las palabras del anciano chamán. La furia que lo consumía comenzaba a transformarse en un propósito más noble.

"Debemos utilizar nuestro conocimiento de la selva y nuestras habilidades de combate para convertirnos en una fuerza formidable", continuó Wirakoa. "Los bandidos solo conocen la violencia, pero nosotros tenemos algo más: la conexión con la naturaleza, la sabiduría ancestral y la fuerza de nuestro espíritu".

Iaku esbozó una sonrisa por primera vez desde el ataque. En las palabras de Wirakoa, encontraba la dirección que tanto necesitaba.

"Comenzaremos con un entrenamiento riguroso", explicó Wirakoa. "Te enseñaré las técnicas de combate más antiguas de nuestra tribu, aquellas que aprovechan la fuerza de la naturaleza y la agilidad de nuestros cuerpos".

Iaku se imaginó a sí mismo entrenando bajo la tutela de Wirakoa, aprendiendo a moverse como un jaguar, a golpear con la fuerza de un tronco y a defenderse con la astucia de una serpiente.

"Además del entrenamiento físico", continuó Wirakoa, "debes fortalecer tu mente y tu espíritu. Meditaremos en la cima de la montaña sagrada, conectando con la energía de la selva y buscando la guía de nuestros ancestros".

Iaku recordó la paz y la sabiduría que había encontrado en la cima de la montaña. Sabía que esa conexión con la naturaleza sería fundamental para su victoria.

"Con este entrenamiento", concluyó Wirakoa, "convertiremos a nuestros guerreros en una fuerza imparable. Los bandidos no sabrán qué los golpea. Lucharemos con la furia de la tormenta, la astucia del jaguar y la sabiduría de la selva".

A pesar de la desolación y el dolor, una chispa de esperanza ardía en el corazón de Iaku. La tragedia lo había convertido en un líder, un protector de su pueblo y un defensor de la selva. Con la fuerza de su determinación y la sabiduría de su mentor, Iaku se enfrentaría a la Industria Maderera, decidido a erradicar la codicia y la destrucción de su tierra.

Continuará...

© Roberto R. Díaz Blanco