...

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Apnea
Una vez al año lloro. Dreno un mar contaminado de culpas con el inútil propósito de expiarlas.
Me limpio de arrepentimientos, de la desesperación acumulada que me provoca no haber llegado antes a rescatar a mi hijo. Estrujo con fuerza la mesada hasta que mis nudillos se vuelven incruentos al pensar en mi esposo, en mí, y en nuestro descuido condenando su futuro.

Después de que las lágrimas me curten la cara y se secan en mi piel, la casa comienza a parecerme pequeña, se encoge a mi alrededor y simplemente dejo de respirar.
No respiro hasta que apriete, hasta que arda, hasta que mi tórax, las paredes y lo que sigue más allá de ellas se agriete clamando por aire. Me autocastigo para sentir lo que sintió mi niño resistiendo en el agua, mientras nosotros reíamos a lo lejos ignorando su lucha.

Lloro, me mortifico porque hoy hace fecha de ese fatídico día y pienso, a través del escozor que me atraviesa, en su falta de rencor o resentimiento por ello.
No fue el tiempo el que nos enseñó sobre las bondades del perdón, fue mi hijo. Le dio a esta familia una lección de entereza, sobre cómo encarar las permanentes secuelas físicas y emocionales. Nos mostró, aunque en días como hoy cueste, la forma de seguir adelante.
Y ahora, en esta oportunidad, mientras se acerca a mi lado con dificultad, afloja mis manos y me devuelve la respiración, es él quien me salva de ahogarme.


© Dafne A.L