...

2 views

La Tragedia del Florista.
Había una vez, hace mucho tiempo atrás, un gran bosque. En él, existía una pequeña cabaña de madera donde vivía un joven, que había soñado siempre con vivir en la tranquilidad de la naturaleza y ocultarse entre la espesura de los pinos.

Un joven alegre y amable, siempre dispuesto a ayudar a quien lo necesitaba.

Cerca de ahí, existía una gran pradera donde el muchacho solía recoger flores silvestres para venderlas en el pueblo cercano, que quedaba a las afueras del bosque.
Había visto a muchas personas a lo largo de su vida, pero había caído enamorado de una chica que asistía todos los sábados a comprarle flores, pues ella disfrutaba de llevarlas a personas enfermas en los hospitales, en un gesto de cariño para que supieran que no habían sido abandonados.

Un día como cualquier otro, ambos se encontraron y la mujer le comentó, en medio de esas conversaciones largas que parecía sostener sola; que su padre había enfermado de gravedad, y los médicos habían dicho que ya no le quedaba más de un mes de vida.
El viejo hombre le había hecho una sola petición a su hija: quería una cosa especial. Algo que le aseguraría que podría irse respirando el aroma de su ya difunta esposa, la madre de ella.

–Quiere saber si podrías conseguirle una amapola carmesí, antes de que... tú sabes.– dijo con una voz particularmente dulce.

Él hombre era mudo, curiosamente, pero se entendía bien con la chica por el tiempo que llevaban conociéndose. Era extraña la manera en que parecían entenderse, tan distintos y cercanos a la vez.
La chica era la única persona en el pueblo que lo trataba con amabilidad y cariño, pues todos los habitantes eran demasiado supersticiosos y creían fervientemente que su condición era producto de una maldición gitana, o simplemente que era mejor tenerlo lejos.
Así que el chico respondió con una simple sonrisa, la cuál expresaba más de lo que las palabras pueden.
Regresó a su humilde morada, y figurando en la belleza que era aquella dama, se fue a dormir.

Lejos de todos esos asuntos, las pequeñas criaturas nocturnas salían de sus escondites. Ellos gustaban de reunirse en algún punto de la media noche, al cabo de un rato de estar en lo suyo; en un árbol que había caído, justo al lado de la pradera.
Tal vez por sabiduría del destino.
Cada uno compartía sus experiencias y sus historias.
Como la vez en que a Búho, unos niños le arrojaron piedras sin razón aparente.
O cuando el señor Zorro fue perseguido por un cazador y sus perros, al creer que era él el culpable de desaparecer las gallinas del anciano granjero.

–¡Los humanos son realmente unos salvajes!– exclamaron las pequeñas zarigüeyas al unísono.

A ellas las habían descubierto el pasado Invierno, durmiendo en el ático de la Sra. Williams, que al enterarse los sacó a palos. Todos habían tenido malos encuentros con las personas que vivían en el pueblo, con los humanos que no estaban acostumbrados a convivir con ellos, ni los apreciaban como lo que eran.
Sin embargo, todos querían al jóven que vivía en la cabaña, pues en su inmensa bondad, siempre cuidaba de ellos de la manera que podía.
En los últimos años los había mantenido a salvo de la gente del pueblo, que exigía que se talen los árboles para que los "feroces" animales del bosque no los molestaran más. Y el joven con su propiedad en medio de la espesura de los robles, era lo único que se interponía a ello.
En fin, los animales lo sabían, y a manera de agradecimiento, habían resuelto juntarse por las mañanas y ayudarle a recolectar sus flores, que se vendían bien porque eran realmente hermosas.
Claveles, tulipanes, girasoles, margaritas, jacintos, azaleas, hortensias, lirios, campanillas; todas tenían algo único, un encanto propio.

Y así, todos salieron en espera de que aquel apuesto joven, como todas las mañanas; se levantara para ir a la pradera bajo los primeros rayos dorados del sol de Primavera.

Esa mañana, cuando el muchacho llegó allí, los animalitos ya habían seleccionado cuidadosamente varias de las flores que el recogía a diario para llevarlas en su canasta.

Sin embargo, él pasó de largo y salió, con su ya característica sonrisa. Buscando y adentrándose más y más en ese afrodisíaco lugar. Ellos lo seguían de cerca, curiosos y algo desanimados por la actitud determinante que había tomado.

Estuvo al rededor de dos horas vagando por allí, a veces distraído en sus propios pensamientos de chico, imaginando lo perfecto que sería cuando finalmente encontrara la forma de expresarle a la chica que estaba enamorado de ella, que podrían vivir juntos allí, alejados de todos los problemas y estrés de la aldea, del odio y el sufrimiento que implica vivir en un lugar dónde ser diferente a la mayoría te hacía motivo de rechazo, donde la soledad se encontraba aún más estando rodeado de personas que en un lugar tan alejado de todos, con alguien que amas. Con un íntimo entendimiento mutuo, apoyándose y más que nada, complementando sus almas en una unión tan difícil de comprender que solo ellos, pueden saber que existe, está allí, en cada momento de felicidad que pasan juntos mientras sus corazones laten al mismo ritmo, perdiéndose en el tiempo.

En fin, él no quería fallarle.
Así que, en su búsqueda, encontró por fin, una zona llena de amapolas. El problema es que no eran rojas, todas eran de un funesto color amarillo.

Cuando se dispuso a localizarla, ya había caído la tarde. Pero a él no le importaba eso, pues el amor que sentía por la chica era más que lo que sentía por él mismo.
Amaneció, y los animales habían regresado a sus madrigueras.
No entendían bien lo que quería el chico, pero esperaban verlo en su hogar al día siguiente, cuando saliera a jugar con ellos como era costumbre.

Anocheció otra vez y el joven seguía diligente en su labor, buscando en cada rincón de ese lugar, mirando con detenimiento cada flor, pero seguía sin dar con la roja, la que llevaría la felicidad a más de uno.

Fue así, como el joven día tras día, incesante, sin parar, no dormía, no comía, inmerso en su delirio absurdo por encontrar la felicidad. Sus sentimientos lo traicionaron, su mente ya no le hablaba, pues el corazón nunca escucha, solo respondía con gotas que caían de sus ojos, derramando en silencio, su propia vida.

Llegó el día Viernes de la última semana de Abril.

Antes del alba, las criaturas habían resuelto salir a buscar al hombre, que no había regresado a la cabaña desde su partida sin rumbo aparente. Como ellos conocían bien la zona, no tardaron demasiado en encontrar al chico, recostado sobre la pradera. Parecía dormido, pero había algo raro en él, que los animales al ser seres especialmente sensibles, identificaron de inmediato.

Algo que es más difícil de comprender que el amor en sí.
Algo que había acabado por consumir al joven, y junto a él sus ilusiones.
Algo que simplemente, aceptaron en silencio mientras los invadía una sensación de desasosiego enorme.
Algo que, tras un gran arrebato de dolor y tristeza, detiene todo y deja un vacío en la existencia.

Contemplaron la escena, con un silencio tan denso que asfixiaba.
Hasta que Búho, se percató de lo que había mantenido al joven tan obsesionado.

Días antes, mientras él estaba posado en la rama de un viejo roble, escuchó una conversación que llamó su atención, pues hablaban del chico, el joven que vivía en el bosque.

–¿Qué crees que haya sucedido con aquel fenómeno? Ese que venía todos los sábados con sus asquerosas flores.– decía una voz.

–He oído que es posible que se encuentre perdido por allá, ve a saber que clase de peligros hay en ese lugar. No me sorprende de alguien tan estúpido.– contestaba otra persona.

–Pasa que la hija del herrero le hizo una especie de encargo especial, creo que ha sido una flor un poco difícil de encontrar en estas tierras. Una amapola, la más roja de la pradera. El pobre idiota debe seguir allá buscándola.– comentó un tercero.

Los tres se echaron a reír con notable desdén.
Búho había visto al tercero, se trataba de otro comerciante de flores, era alguien que pasaba dos veces al mes, trayendo flores más exóticas, que no crecían en las cálidas praderas.

–Si me la hubiese pedido a mi, ya la tendría. No sé qué le ve de especial a ese forastero.– dijo después de sus carcajadas.

–Ojalá nunca lo volvamos a ver por aquí, realmente era desagradable, con esa sonrisa deforme todo el tiempo.– sentenció el primero.

–Era solo un estorbo.– acabó el segundo.

Un par de lunas más tarde, algo misterioso pasó.
Como muchas otras cosas pasan aún hoy, que es más fácil no percatarse entre tantos ojos bajos, carentes de interés. Perdidos en la nada de una existencia superflua.

Pues, en el momento en que lo que quedaba del joven caía con un golpe sordo, completamente inerte, a la suave tierra; de su roto pecho surgió un último latido, que llevó el espíritu y su esencia por todo su cuerpo una última vez.

Fue ahí, cuando lo logró, cuando la primer amapola roja que se había visto en ese lugar apareció.
Manchada con el dolor.

Pero explicar cómo sucedió, sería revelar el secreto de lo que es precioso, por las razones más lamentables.

Sin embargo allí estaba, radiante de un color tan intenso como lo que sintió alguna vez el alma del muchacho que a su lado, contemplaba el firmamento con la mirada vacía y un cuerpo totalmente frío.

Después de varios minutos, los animales empezaron a cubrir de flores y hojas el cuerpo del joven, hasta que desapareció para siempre.
Bajo la luz de la luna, el bosque entero se inundaba de una melancolía tal, que los sonidos característicos de noche se convirtieron en largos lamentos, las criaturas se ahogaban en sus propios sollozos.

Todos excepto el señor Búho.

La noble ave había tomado la flor entre su pico y se dirigía al pueblo, batiendo las alas lo mejor que pudo al viento frío de la noche, pues empezaba a sentirse extrañamente cansado.

Y voló, y voló, hasta la ventana de la hija del herrero, donde al colocar el último obsequio de aquel que jamás fue feliz; cayó profundamente dormido justo allí.

A la mañana siguiente, la hermosa chica se levantó y dejó pasar la luz reconfortante del amanecer, entonces la vió. Sí, era la flor más bella que había visto nunca, con un color tan hipnótico que te obligaba a apreciarla.

Lamentablemente, los cálculos en esa época eran aún inexactos, y su padre había fallecido hace casi una semana. Ella, estaba totalmente desolada, con la sombra del vacío manteniendola atada a su soledad.

Ya no tenía a nadie ni nada, solo la perturbadora sensación de que había algo raro, y familiar en esa flor.

La tomó con sus delicadas manos y aspiró, tratando de ordenar sus ideas. Justo en ese momento, cayó sobre sí misma con una expresión de éxtasis inigualable, aún sosteniendo la amapola entre sus dedos.

La gente del pueblo, jamás supo nada sobre la súbita desaparición del joven mudo.

Así como no encontraron una explicación a la silenciosa muerte de la linda hija del herrero, que hacía tiempo que había muerto, susurrando el nombre de su esposa antes de que su corazón se detuviese.
Lo único que sí era seguro, fue que tiempo después, la destrucción del bosque donde alguna vez hubo tanta armonía, llegó; y con ello, todas las criaturas perdieron su hogar, algunas incluso a sus familias.
No pudieron hacer nada más que recordar y vivir de esas memorias hasta el final.

Extrañamente, la cabaña del joven seguía intacta.
A pesar de todas las veces que intentaron quemarla, borrar el rastro de aquel "bastardo", no ardía. Las llamas jamás la consumíeron y con los años, dejaron de prestarle mucha atención.

Se dice que aún sigue allí, en el centro de lo que alguna vez fue un bosque, al lado de lo que había sido una radiante pradera.
Un lugar en donde las almas enamoradas que no logran tocarse en vida, logran hacerse una sola para trascender a un sitio más benigno, más real.

En donde las palabras son reemplazadas por caricias que lo dicen todo.

En cuanto a la amapola, nunca se marchitó.
Sigue aquí, en este mundo, como prueba de que aún el corazón más roto, puede alcanzar la paz en medio de la tragedia.

Dando un descanso milagroso a los que han perdido las ganas de vivir.


© Kalashnikov