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Al filo del amanecer
Debí haberle clavado la daga de plata en el cuello. Todo sería abisalmente distinto. Lo tenía en frente de mí, pude haber detenido el nefasto destino al que ahora nos avecinábamos con frenética celeridad. La inminente condena a la que nos entregué por la obtusa ceguera a la cual el orgullo me había empujado.

Mi capa, ahora rasgada y teñida de sangre, es testigo de mi estupidez. He deshonrado a mi longeva casta por saborear unos segundos de efímero poder e inflada arrogancia.

Ahora son ellos quienes tienen el poder.

Mientras la luna argéntea destila el rocío del alba que se aproxima siento como mis facciones comienzan a debilitarse en la oscuridad de la noche. No me queda más que relamer mis heridas y aceptarnos vencidos.

Esta… esta sonrisa que se dibuja en mi rostro y que ignora el dolor de mi pecho perforado por el sacro y brillante acero ¿Quiere decir que acepto mi destino? El final de esta batalla espiritual me ha arrastrado a la locura.

–Ahora de qué te ríes pedazo de excremento del infierno.

Mi adversario jadeaba vahos de rabia debido a mi atrevido gesto.

La profecía hablaba de un elegido. Yo era el elegido.

–¡Acabas de joder tres mil años de espera! ¿Qué se siente cagarte en la cara de tus ancestros, niño? –exclamé burlonamente.

–¡Hijo de perra! ¡Ahora te vas a pudrir en el tártaro!

El niño no era consciente de las colosales proporciones de su hazaña. Pero, sea dicho, tenía una valía incalculable. Hace lustros no había conocido a ningún mortal con una convicción equiparable a la suya desde...

No he parado de sonreír al recordarlo, desde que los primeros rayos del sol naciente comenzaron a caer sobre las copas de los árboles en el horizonte.

Y entonces el niño sacó la cruz diamantada del pecho de su armadura, la extendió al cielo y pronunció la oración.

Oculté mi rostro bajo mi desgastado sombrero de alas anchas mientras la curva de mis labios se confundía con una mueca de tortura, más mental que física. Entonces llegó el sacerdote a echar sal a la herida. Mi lívida piel se iba desprendiendo de mis mortecinos músculos al ritmo que el clérigo regaba el agua bendita sobre mi malherido cuerpo y apoyaba la inclemente deprecación con una solemne melopea.

Un grito sepulcral, tal que me desencajó la mandíbula, salió de mi boca.

–Mierda, niño… te subestimé. Eres bueno… Jhm… ¡Argh!

A esto se refería la profecía.

Veo a mi alrededor, de utilizar mi organismo oxígeno para funcionar estuviera dando mis últimos suspiros, pero sólo me desintegro de esta dimensión.

Al parecer ni el más poderoso vampiro, críptido o demonio podrá algún día vencer la asquerosa voluntad humana.

–Llévate a la tumba mis palabras, Belifaz. La luz siempre vencerá a la oscuridad.

Ahora sólo queda mi torso descarnado y el sacerdote observa la escabrosa escena con dejos de nauseabundo asco. Tal vez el niño tenga razón y este sea el final de la oscuridad sobre la tierra. ¿Es que Miguel y Gabriel tenían razón? ¿Es el ser humano el ser más puro jamás creado? No cabía duda, ni en la mente del más porfiado de los escépticos, su lealtad hacia los suyos, su altivez y honor a la hora de actuar en conjunto. Tal vez la luz siempre vencerá a la oscuridad. Tal vez…

Ahora solo queda la mitad de mi rostro que se desintegra al ritmo de la llegada de las infames luces del Este y lo último que la nerviosa pupila de mi único ojo que queda en esta existencia es capaz de ver es al sacerdote sacando un pequeño estilete oculto de su túnica para luego sostenerlo con ambas manos y dirigirlo sigilosamente por la espalda hacia el cuello del niño.

© J.Lu Antelo